GASTROGURÚ 32
FERNANDO VILLAR.
JEFE DE SALA DE RESTAURANTE LA CURRA.
CLUB DE REGATAS DE CARTAGENA
Fotografía Antonio Juan Gras Alarcón
El afilado dicho que pregona que “cuando se cierra una puerta, se
abre una ventana” le sirvió a
éste mocetón zamorano para que un cambio de aires, causado por un mal de
amores, le regalara una nueva geografía de la que sentirse parte y de la que no
quiere separarse: La Manga del Mar menor.
Fernando Villar lleva en éste tema de atender a los
comensales la friolera de 26 años. Autodidacta que ha ido haciendo su bitácora
profesional a fuerza de ir subiendo
escalones con la constancia que solo
llegan a tener aquellos que aman profundamente la vida laboral a la que se
entregan, y si hoy lo tenemos siendo un modélico jefe de sala tal vez se lo
debamos al asma que le impidió llegar a ser policía nacional.
Para alcanzar el centro del conocimiento de su profesión
ha debido de reflexionar mucho, como hace cada noche al salir del trabajo
camino de su hogar, para darse cuenta de que sólo colocándose en la piel del
cliente el camarero llegará a sentir lo que le solicita quien desea ser
atendido, y de esa manera poder dar lo que quisiéramos que nos dieran, lo que
agradeceríamos por ser tratados como esperamos.
Hay quien no entiende donde está la magia de un buen
servicio y Fernando piensa, con claridad y autentica creencia, que hay que
ayudar a los demás a disfrutar.
Éste leal espíritu castellano, que asume que ésta parte de la hostelería donde se
ha situado significa una vida de sacrificios,
desprende empatía como las primeras flores de primavera nos hablan de la
vida que se continúa, y tiene entre sus premisas vitales el concepto de ayuda
al prójimo.
Podría encarnar la imagen que cientos de películas nos
han dado de esos mayordomos ingleses eficaces y correctamente distantes, que
tienen su culmen en Alfred Thaddeus Crane Pennyworth, el fiel guardador de los
secretos de Bruce Wayne, también conocido como Batman. Porque hay algo clásico
que solo puede dar dejar guardados en casa los problemas personales, y
enfrentarse, como un actor, a su trabajo. Tiene mucho de teatral, que no de
mentira, la vida de la sala. Y ese nivel solo es posible conseguirlo a fuerza
de trabajo. Un brillo que ha visto reflejado en los ojos de algunos de los
jóvenes a los que da clase, a los que inculca el rigor del esfuerzo y el deseo
de que nunca se conviertan en trabajadores preocupados únicamente por el día de
cobro, la propina y un horario con entrada y salida prefijada.
Cuando habla del resultado bien hecho se le ilumina la
cara. Afirma que la sala es un trabajo precioso que se ha sentido golpeado por
una crisis que deja en peor lugar a quien lo practica.
Se alegra de que haya algún anuncio reciente que muestre
al camarero como oficiante de la felicidad ajena. Porque es necesaria una
visibilidad, como la que está teniendo la cocina, para que adquiera la
relevancia social que aún no ha conseguido.
Abomina de la separación que hace que cocina y sala
mantengan disputas innecesarias. Rivalidades que acaba pagando quien merece
todas las atenciones: el cliente.
Acérquese, amigo lector, hasta la sala donde ejecuta la
generosidad de la atención éste maestro en agradar. Contemplara el mundo como
nunca antes lo ha hecho.
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